Por Ps. Erika López Guerrero (@centroverdesyvioletas) y Ps. Maricarmen Soto Martinez (@centro.espaciovioleta)
Cuando hablamos de violencia de género, en cualquiera de sus formas, estamos hablando de una problemática que es necesario analizarla y entenderla desde un paradigma social y cultural.
Transitar por la vida de las mujeres que son o han sido víctimas de violencia de género, es recorrer caminos llenos de injusticia, desesperanza e indefensión, no tan solo por la experiencia de haber sido vulneradas por su agresor, sino también por la revictimización que se produce a partir de la respuesta insuficiente del estado.
Y es que, en el mejor de los casos, se logran condenas en caso de que las mujeres denuncian violencia física, demostrando a través de las huellas en sus cuerpos que efectivamente son agredidas violentamente. Pero, ¿Qué pasa cuando la violencia es psicológica y va dejando marcas en la salud mental de las mujeres?. En estos casos, la respuesta del Estado disminuye considerablemente porque pareciera que a las mujeres se nos exigen cuotas de sangre para demostrar la violencia de las cuales son víctimas
En este sentido, es sabido que las políticas públicas son aún insuficientes para garantizar a las mujeres una vida de violencia machista, perpetuando la sensación de inseguridad, frente a procesos extremadamente lentos y que terminan -en un gran porcentaje- con la impunidad del agresor.
Toda dinámica de violencia física comienza con un maltrato psicológico afectando la salud mental de la mujer, volviéndola vulnerable e indefensa. Ningún hombre se presenta como una persona agresiva y violenta, es un proceso de control y manipulación, en el cual las mujeres se sienten incapaces de salir del círculo de la violencia.
Muchas veces, la mujer no encuentra otra salida, más que atentar contra su vida, frente a la indolencia de su agresor y del sistema. Este fenómeno, es denominado suicidio femicida, y es parte de una problemática real de derechos humanos y salud pública.
Diana Russel, activista y escritora feminista sudafricana fue una de las pioneras en abordar el suicidio femicida, el cual lo define en como las mujeres son orilladas a cometer suicidio por abusos reiterados de sus parejas masculinas o por la sociedad patriarcal en la que se insertan.
Este no es un fenómeno nuevo. En Chile, si bien no existen cifras oficiales, según el Catastro Nacional de Violencia Femicida 2022 del Memorial Feminista y la Fundación Tipificación del Suicidio femicida, existen al menos 24 mujeres que se han quitado la vida a causa de la violencia de género.
Dentro de estas 24 mujeres, existe un rostro en la memoria colectiva del país, y es que en el año 2019 se levantaron todos los movimientos feministas y todo un país exigiendo justifica por Antonia Barra. A raíz de la lucha constante de sus familias y mujeres a lo largo del país es que se promulga la Ley Antonia que introduce como delito el suicidio femicida.
Las mujeres nacemos, crecemos y nos desenvolvemos en una sociedad patriarcal, en la cual se normalizan ciertas dinámicas de violencia, razón por la cual es imperante colocarle nombre a las dinámicas de violencia como forma de reconocerla y desarraigarla de la sociedad. Si no la nombramos, no la podemos eliminar.
El suicidio femicida no es solo un acto desprovisto de intención, es un proceso el cual culmina con la determinación de una mujer de quitarse la vida como consecuencia de la extrema violencia machista que vive, o bien ante la impunidad de su agresor y a la negligencia de las instituciones que deberían protegerlas, vislumbrando el suicidio como única salida al sufrimiento que padecen.
Situarnos en la mente de una mujer que determina quitarse la vida, es entrar en un caos profundo de sensaciones de desesperación y desesperanza. El menoscabo en su salud mental, es evidente, y aquí retomamos la importancia de darle espacio al maltrato psicológico como fenómeno que subyace a todas las tras violencia, y la urgencia de darle cabida en términos legislativos.
En este sentido, es preciso comprender la violencia como un iceberg, en el cual solo se visibiliza la violencia explícita, como por ejemplo la física y los femicidios. No obstante, existe una parte más profunda en la cual se encuentran aquellas violencias que son más difíciles de descubrir, como lo son la violencia simbólica, que es aquella que recoge estereotipos, mensajes, valores o signos que transmiten y favorecen el hecho de que se repitan relaciones basadas en la desigualdad, el machismo, la discriminación o la naturalización de cualquier rol de subordinación de las mujeres en nuestras sociedades. En el caso de los agresores, podemos identificar patrones tales como la manipulación, celar, ridiculizar, controlar, desvalorizar y aislar a la pareja con tal de anular su autonomía.
La dinámica de manipulación propia de los hombres agresores acaba con dinamitar la confianza de las mujeres en sí mismas e incluso en su entorno. Desconfían de la capacidad de poder salir de dichas relaciones, y a su vez, el aislamiento les impide buscar ayuda. Esa desesperanza se traduce finalmente en una autoagresión. En este ámbito, es relevante destacar que el suicidio femicida no se relaciona con patologías de salud mental previas, sino que se encuentran intrínsecamente asociado al daño provocado por la violencia machista del agresor y la revictimización del sistema.
Romper con esta violencia requiere de acciones de identificación temprana que le permita a la mujer reconocer las señales de alarma y sepa a que lugares e instituciones dirigirse. Pero a la vez, dichas instituciones deben estar capacitadas para abordar las temáticas de violencia de género, puesto que es sabido que existe personal que minimiza e incluso ridiculiza a quienes deciden denunciar. Profesionales y funcionarios con poca capacidad de empatía que deben ser formados con perspectiva de género. Este fenómeno es denominado violencia institucional y es altamente dañino dado que genera una obstaculización a que la mujer tenga acceso a las políticas públicas y ejerzan los derechos previstos en las leyes para asegurarles una vida libre de violencia.
Este sistema vulnera los derechos de las mujeres y las revictimiza. Con ello genera una inseguridad colectiva en todas las mujeres quienes no se atreven a denunciar, producto del daño visible de quienes si se atrevieron a denunciar y no fueron debidamente protegidas. Así, considerando que el sistema no funciona y que la sociedad te estigmatiza, es casi una crónica de una muerte anunciada el que las mujeres determinen quitarse la vida producto de todas las vivencias machistas de las cuales son víctimas
La respuesta del Estado no puede ser solo punitiva, porque significa que las instituciones llegaron cuando la violencia ya fue cometida. En este sentido, se requiere de políticas públicas que aborden la prevención y la promoción de una vida libre de violencia machista, donde se cuestionen las dinámicas de violencia, los roles de género, la supremacía del amor romántico y otras tantas cuestiones que promueven y legitiman el poder del hombre sobre la mujer, el abuso de sus cuerpos y la idea de posesión sobre la vida de las mujeres. Solo así, se estará trabajando realmente en que no haya más suicidios a causa de hombres violentos, tampoco mujeres asesinadas por femicidas ni una sociedad que sostenga y perpetúe esa violencia.
Gafas violetas para la prevención del suicidio femicida
Para comprender el suicidio femicida es importante tomar en cuenta que todos y todas como sociedad de alguna forma mantenemos y perpetuamos la violencia hacia las mujeres. Tal como describimos, la violencia esta en todos y cada uno de los espacios que habitamos en la sociedad y cultura. En la base de nuestros aprendizajes culturales y sociales en una sociedad patriarcal se encuentra la génesis de todas las demás violencias,
Por esto, es que la invitación es a que todas y todos utilicemos las gafas violetas del género, que nos permite ser conscientes de nuestras actitudes y creencias machistas que subyacen las dinámicas de violencia y conductas que pudiesen ser revictimizantes. A su vez, nos ayuda a identificar de manera temprana situaciones de violencia que nos pueden alertar para ir en ayuda de las víctimas y generar redes de apoyo para su contención y protección.
¿Cómo saber si estoy utilizando las gafas violetas?
No es tan sencillo. Requiere de un trabajo constante y diario, en el que nos cuestionemos, repensemos y deconstruyamos patrones que creíamos eran lo correcto. Ejemplo de esto, es como se ha deconstruido el acoso callejero, considerado hoy día como un delito, pero que antiguamente para los hombres era visto casi como una forma de cortejo.
Y sin duda, este es un trabajo colectivo. El cambio será con la participación de nosotras. La propuesta es conectarnos, hacernos visibles, escucharnos, entendernos. No existe mujer alguna que no haya sido víctima de alguna situación de transgresión, un grito en la calle, un roce en la locomoción colectiva, una transgresión en el colegio, liceo, fiesta, en cualquier contexto.
Podemos llegar a tiempo, debemos llegar a tiempo. Que no hayan más suicidios femicidas.